22 de febrero de 2006

La Suite de Eros

Revista Gatopardo
Febrero 2006

(versión sin editar)

Con fotos de Pablo Salazar




La suite 325 está al fondo de un pasillo a media escalera, entre el tercer y el segundo pisos de uno entre la docena de hoteles de diferentes tamaños y categorías de la colonia Doctores, un barrio bastante modesto de la capital, a donde muchos ni siquiera se acercan porque hace años adquirió fama de que ahí asaltan y roban coches.
Tiene tres habitaciones con cama king size y sillones, dos baños con regadera (uno para los hombres, otro para las mujeres), un jacuzzi donde cabían cuatro personas cómodamente (seis, apretadas), una sala de estar y televisión por satélite que transmite continuamente películas pornográficas.
En medio de las habitaciones principales hay un armario minúsculo para guardar algunos abrigos, y al lado una mesa donde se ponen los refrescos, un par de botellas de tequila, un trastecito con chicles, papas fritas y quesito para picar cuando era necesario reponer las energías.
Como todos los invitados, tuve que pagar diez dólares en la recepción del hotel y decir una contraseña para me indicaran el camino: subir tres pisos en un elevador, tomar el pasillo a la izquierda, dar vuelta otra vez a la izquierda hasta el otro lado del edificio, luego a la derecha y finalmente, bajar un entrepiso.
La primera vez que fui a una de estas fiestas andaba en fachas porque venía de una producción, y como algunos clubes incluso prohíben la entrada con mezclilla o tenis, no me atreví a hablarles a quienes sospeché también estaban invitados. Formaban un grupito de cinco o seis hombres y mujeres, alrededor de los 40 años de edad, que vestían abrigos negros y conversaban junto a una máquina despachadora de cigarros, condones y cervezas enlatadas.
Después de extraviarme en los pasillos del hotel por segunda o tercera ocasión, afortunadamente los volví a encontrar, y a pesar de sus reservas, me facilitaron la llegada al “lugar de costumbre”, en este establecimiento cuya ala oriente (tengo que reconocerlo) había visitado para una celebración de transgeneristas un año antes.
Ahí empecé a conocer a esta nueva especie, aunque me llevó cierto tiempo. Algunos llevaban traje, pues era viernes y venían de trabajar; otros usaban ropa casual. Varias mujeres vestían minifalda, tacones y medias de fantasía, además de haber traído (como decía la invitación que me llegó por correo electrónico, como a todos) “sus condones, una bebida suavecita y todo su erotismo”.
Conforme iban llegando -casi todos entre las 10:30 y las 11:30 de la noche- se sentaban en las diferentes camas o en los sillones, y se ponían a platicar. Después de observar un rato concluí que la mayoría eran habituales, y tras varias conversaciones lo comprobé: venían una reunión sí y otra no; o una sí y dos no, y sabían uno del otro algo más que su nombre de pila.
Cada pareja tenía que aportar otros 25 dólares adicionales para los gastos de la reunión. No había hombres solos, pero sí algunos tríos, o pequeños grupos de tres o cuatro amigos (siempre al menos con una dama). Y también había tres o cuatro parejas primerizas, cuya condición se notaba por la forma de mirar y tomarse de las manos.
Una conversación amistosa que iba del clima al tránsito, la contaminación o la política paliaba el nerviosismo inicial, y me ayudó a irme enterando de las vidas sentimentales y las profesiones de los demás. Al menos siete de cada diez habían pasado por la universidad: pedagogía, medicina, psicología, antropología. También había muchos comerciantes: de materiales de construcción, papelería, abarrotes y hasta vendedores de tamales… y quizá no por casualidad varios propietarios de cibercafés.
“Todos juegan hasta perder la ropa, después cada quien decide hasta dónde y con quién”, decía también el aviso. Así que cuando llegaron todos, empezó el juego. La primera vez fue con canicas: cada quien en su turno tomaba al azar una canica de una bolsa, y si le tocaba un color determinado –por ejemplo, amarillo; o azul- tenía derecho a “cobrar” una prenda de ropa de cualquier persona.
Luego fue un juego de cartas: después de barajar bien un mazo, cada quien iba sacando una carta al azar. A quien le tocaba corazón rojo, por decir algo, cobraba. Ellas perdían cuatro prendas: blusa, falda o pantalón, brasier y pantaletas; y ellos, tres: camisa, pantalón y calzón. Cuando fueron 15 o 20 parejas, en poco más de media hora ya estaban desnudas; pero alguna vez hubo más de 30, así que todos terminaron en cueros como a los 60 minutos.
De ahí al inicio de las escenas de sexo no hubo nada. A nadie se obligaba a nada, pero todos sabían a lo que iban. Es más, algunos llegaban con tantos ánimos que ni siquiera se esperaban al juego, sino que se adelantaban a la habitación contigua al jacuzzi y comenzaban los intercambios; aunque, la verdad, no pude darme cuenta de todos los detalles en la primera fiesta.
Era demasiado: en un parpadeo los cuerpos ya estaban trenzándose simultánea y sucesivamente en distintos arreglos: de dos, de tres, de cuatro o de más; varios en cada cama, algunos hasta en el piso. Se alternaban, se sumaban, se sobreponían…
Una chica de espaldas a la cama recibía con las piernas abiertas sobre la cabeza primero a un amigo, luego a otro, después a su marido. En otro lado de esa misma cama, otra pareja tenía sexo en estilo de perrito, mientras un cuarteto hacía lo suyo exactamente al lado: dos hombres sostenían cada uno un brazo y una pierna de una mujer, que era penetrada a su vez por un tercero.
En otra cama pero escasos metros de ahí una mujer admitía –gustosamente, a juzgar por los sonidos que emitía- una entrada anal; mientras otro caballero le hacía algo parecido, pero vaginalmente, y dos parejas más observaban desde el sillón.
No tan lejos, en esa misma habitación, una chica hacía una felación mientras copulaba con alguien a quien no le veía la cara; mientras otras dos mujeres se dedicaban a lamerse, chuparse y hacer tijeritas entre ellas. Tres o cuatro hombres iban desnudos de cuarto en cuarto observando las distintas acciones y posiciones, tocándose los genitales (cada quien los suyos) y conversando de la manera más casual, de vez en cuando, de cualquier tema.
Por espacio de las primeras dos o tres horas no dejaron de escucharse gemidos, súplicas, susurros, conversaciones y hasta gritos de las y los presentes, mezcladas con el audio de las películas porno y algún disco compacto de música guapachosa como fondo.
De vez en cuando alguien se paraba a servirse refresco o comerse unas papitas. Y al terminar cada relación múltiple con orgasmo, unas y otros pasaban a la regadera para asearse, y luego volver por un segundo, tercero o hasta cuarto round, en ocasiones –además- con una cámara fotográfica como testigo.
Mientras alguien llamaba a la administración del hotel para que reemplazaran más de una docena de toallas mojadas y trajeran más dotaciones de jabón y shampoo, quienes al día siguiente debían estar en el trabajo, se vestían y se despedían con la mano y/o con un beso de cada uno.
A esa hora empecé a notarles no sólo lo desenvuelto, sino también lo solidario: por ejemplo, cuando uno de los maridos -que con el trato se convertiría en mi amigo- empezó a ir de un cuarto a otro de la suite pidiendo voluntarios para continuar atendiendo a su esposa, que seguía queriendo más y más.
O cuando en el jacuzzi, donde grupitos de tres o cuatro tomaban turnos para reposar o estarse acariciando, me topé con la hermosa mirada verde de una chica de escasos treinta años, preguntándome –todavía perdida en el Nirvana- si yo “ya había terminado”.
Durante conversaciones en siguientes reuniones confirmé que el motivo de muchas mujeres para asistir no era, precisamente, complacer a sus maridos… sino “desestresarse y olvidarse de todo”.
Y también descubrí que mientras los demás invitados iba cayendo dormidos, los anfitriones permanecían al pie del cañón: “regularmente Mary y yo nos echamos un postre, que es el que más disfruto”, me confesó Gus.
Su esposa me lo dijo también, en una charla que tuvimos aparte, otro día: esperaban con ansia esas reuniones, pues hacía meses eran su único espacio de intimidad. Tras 23 años de matrimonio y mientras su marido médico ahorra para sostener una transición profesional, ella se hacía cargo de dos hijos veinteañeros y una niña a punto de entrar a la adolescencia… a más de 200 kilómetros de distancia, en otra ciudad.
“No nos envidien, únanse a nosotros”, dice en la convocatoria a las fiestas de un viernes sí y otro no, en su página de Internet: http://groups.msn.com/swingerolimpiadasgusymary, donde se publican las fotos, en plena acción, de las personas que asisten a ellas.
Su comunidad virtual y gratuita, de 29 mil 697 integrantes al cierre de esta edición, circula además cientos de mensajes como: “solicito 20 caballeros para gang bang para el cumpleaños de mi esposa el próximo sábado”; o “gracias a Bety y Gilberto por tan deliciosa fiesta de sexo, donde todos participaron plenamente, disfrutando lo hermoso de la vida”.
Una década atrás, las parejas que buscaban intercambios publicaban anuncios en revistas baratas de bolsillo como Mundo swinger, o Tu mejor maestra, y para conocerse se mandaban cartas y fotos a través de un apartado postal.
Pero ahora, con la Internet todo es más fácil, más abierto y más rápido… y hasta puede ser gratis. Hay parejas que pagan de 20 a 100 dólares anuales para mantener sus perfiles, con fotos y preferencias detalladas, en una base de datos para contactar con gente afín. Sin embargo, son miles quienes forman comunidades virtuales gratuitas en msn o yahoo.
La mayor en número es “Swingercachondos”, pero ella sirve como pizarrón electrónico para los avisos de muchos otros grupos. A diferencia de ellos, Gus y Mary tienen una comunidad con una identidad muy definida, y son famosos por el tipo de fiestas que organizan, que muchos prefieren al anonimato de los clubes de intercambio.
En una de esas reuniones, antes de que empezara el juego, Gus me explicó otra de sus características: “Que somos sinceros, honestos. El éxito de la página se explica por las fotos en gran parte. En el porno siempre ves puros modelos: jóvenes altos, musculosos; mujeres con una cinturita, unas pompotas y unas bubis grandotas… te sientes cohibidón. Aquí toda la gente es igual que uno”.
Así pues, en la página de las “Swingerolimpiadas de Gus y Mary” -a cuyo nombre hacen honor con entusiasmo en cada una de sus fiestas- se despliegan ampliamente las fotos que certifican que cualquiera tiene derecho a divertirse. Aquí se ve toda clase de nalgas: paradas, flacas, inmensas o planas; abundan las pancitas y las lonjitas; hay altos, chaparros y medianos… y da lo mismo si los pechos son pequeños, colgados o 42D.
Un promedio de tres horas diarias es lo que invierten los anfitriones en mantener viva la comunidad. Él se hace cargo de revisar mensajes, de subir fotografías a la Red, de componer y publicar avisos. Ella atiende el teléfono donde los interesados se ponen en contacto, reserva el hotel y prepara la ropa que van a ponerse.
Eso incluye la característica tanga de fantasía que usa su feliz y coqueto marido, una diferente cada vez: gris con funda para el pene como trompa de elefante, verde con un hoyo y alrededor tiras amarillas como cáscaras de plátano pelado, etc.
Una noche, poco antes de cruzar la puerta para ingresar a una de sus reuniones, Gus y Mary (de 45 y 46 años, respectivamente) me confesaron que llegará un momento en que se retirarán de esto, cuando se sientan demasiado mayores. Mientras tanto, pensaban dedicarse otros cinco años más a su comunidad, que empezó a funcionar en octubre de 2001, cinco meses después del primero de sus afamados reventones, que algunos clasifican dentro del “swinger savaje”: directo y al grano.
El séptimo mandamiento es el que indica “No desearás la mujer de tu prójimo”, recordó Gus minutos después, ya dentro de la habitación y sin el abrigo puesto. “Pero a ver, preguntó: ¿cómo escribes tú el siete?”
En respuesta, tracé una línea izquierda a derecha, continué hacia abajo, y luego dibujé otra pequeña horizontal cruzando. “Eso es porque cuando bajó Moisés del Monte se puso a decir los mandamientos: primero; segundo; tercero… y cuando llegó al séptimo, su pueblo empezó a protestar ‘¡ése táchalo, ése táchalo’! Por eso está tachado, ¿ves?”
Entre las risas alcancé a sentir cierto recelo en algunos asistentes, porque a diferencia de las dos fiestas anteriores, ese día sí llevaba mi grabadora reportera. Así que Gus me presentó formalmente (ahora por mi nombre real), y explicó que estaba haciendo un reportaje para una revista. Para suavizar algunas cejas arqueadas les recordó que yo era la propietaria del fuete que muchos quisieron probar una fiesta antes, y la charla regresó al tópico.
“Lo que pasa es que nosotros somos Católicos Apostólicos Mexicanos, y eso nos da ciertas libertades”, explicó Gus, haciéndome recordar la Encuesta de Opinión Católica realizada en 2003 por Estadística Aplicada en 17 estados de este país 98% católico. En ella, más del 90% se mostró a favor de la educación sexual y los anticonceptivos… que usan 7 de cada 10 adultas, según estadísticas del gobierno.
“Además, Él dijo: ‘amaos los unos a los otros’, ¿no? Y bueno, la religión te prohíbe y de todos modos lo haces… al menos, lo piensas”, rió Gus. Yo a mi vez pensé en sus más de dos décadas de “sólido matrimonio”, en contraste con el promedio nacional de 7.5 años, según datos del Instituto Mexicano de Sexología.
Entonces sonó el celular y mientras ahora él iba a darles la bienvenida a otros invitados, Mary me platicaba cómo recibió al principio la sugerencia de incursionar en el swinger: “¿Estás loco?, ¿así enfrente de todo mundo?”, fue su respuesta.
No había “fantasías ni cosas raras” hasta entonces entre ellos. Si acaso una vez habían hecho el amor en un coche, cuando todavía eran novios. Pero él le aseguró que se retirarían tan pronto ella le dijera que ya no le gustaba … cosa que no ha sucedido.
Gus no tenía ninguna experiencia al respecto en ese momento. Simplemente se había encontrado el sitio euforia.com en la Internet, que afirma que los swingers aborrecen el adulterio, y había empezado a pensar en su posible complicidad.
Poco después conocieron vía Internet a un caballero de buena ortografía y finos modales, que les explicó cómo funcionaban los clubes, les dijo que hay una regla inquebrantable que dice “No es no”, y frente a la webcam fue desnudándose poco a poco, mientras Gus iba actuando lo que él decía que estaría haciéndole a Mary si estuviera con ellos.
“Me encantaría besar tu cuello mientras acaricio tu espalda… hacer llegar mi lengua hasta lo mas recóndito y hacerte vibrar de emoción”, y cosas así les decía. Al cabo de poco tiempo, Mary accedió: “Bueno, si quieres, vamos…”.
Así, al igual que desde hace más de una década lo hacen muchas parejas mexicanas que se inician en esto, Gus y Mary fueron por primera vez al Bar SW, un lugar que hace dos años -cuando lo conocí- me pareció increíble: a pocos metros de la sede de la Secretaría de Gobernación del país, sin ningún letrero ni identificación en la entrada, pero dos custodios perfectamente trajeados que impedían el paso a hombres solos, de mezclilla, o en “estado inconveniente”.
El acceso costaba entre 20 y 40 dólares, según el día de la semana, y había como requisito un consumo mínimo de otros 60 dólares, aproximadamente. A cierta hora iniciaba una danza erótica con contraluces azules en la pista de baile, que terminaba en actos de sexo en vivo, tras el cual medio centenar de parejas se apresuraban escaleras arriba, hacia el cuarto oscuro: donde se podía tener toda clase de encuentros ante la mirada imperturbable de los agentes de seguridad.
Allí fue donde empezaron las experiencias reales de Gus y Mary, quien me confesó que al principio le daba pena tanto que la tocaran como el que la vieran; pero que llegó el momento en que viendo a todo mundo “que sí lo hacía” dijo: “no soy la única”.
¿Cuánto tiempo te llevó acostumbrarte… como medio año?
A los tres, cuatro meses ya estaba completamente liberada.
El caso es que empezaron a frecuentar los clubes, hasta que un día se citaron con una sola pareja. Como les agradó, decidieron repetirlo; pero como frecuentemente los dejaban plantados, decidieron citar dos o tres al mismo tiempo: “alguna llegaría”. Y resultó que el 5 de mayo de 2001 les llegaron dos parejas al mismo tiempo.
Aunque les ofrezcas más dinero, no dejan entrar a la misma habitación a varias parejas en la mayoría de los hoteles; por eso todo tenía que hacerse en secreto al principio, cuando se empezaron a reunir en otro establecimiento, a sólo unas calles de donde lo hacen ahora.
Con la expresión de un niño que narra su mejor travesura de tercer grado, Gus me contó cómo usaban el teléfono: “A las personas que nos habían interesado les decíamos, ‘mira, llegas al hotel Cozumel, agarras tu habitación, nos hablas por teléfono y te decimos en qué suite estamos’. Nosotros llegábamos tempranito a la suite, la alquilábamos así como ahorita, y ya: nos hablaban por teléfono, les decíamos ‘estamos en la suite tal’, agarraban sus toallas y sus vasos, y se iban con nosotros”.
Se reunían de tres a cinco parejas, casi todos ya conocidos, y se repartían las cosas que habían de traer, como en cualquier fiesta: los refrescos, los hielos, la botana… Pero como de repente no llegaban unos u otros, y los únicos que nunca faltaban eran Gus y Mary, ellos empezaron a llevar todo y a pedir coperacha para reponer los gastos.
Así pasó también con el costo de la habitación, que llegó a ser insuficiente, pues la asistencia a las reuniones aumentó hasta delatarlos. Es más, un día les llamaron por teléfono desde la recepción del hotel:
-Oiga, es que ahí no pueden estar muchas gentes, ¿cuántos están?
-No pues nomás somos seis…
(Gus no dijo que en realidad eran seis parejas).
-Bueno, ¿le pido un favor? Nomás no se metan todos juntos al jacuzzi porque se truena.
El caso fue que hasta tuvieron que cambiarse de hotel. Una fiesta de Halloween hubo tantas personas que Gus dejó de contarlas cuando pasaron de 40 parejas: “¡No inventes, no se podía caminar aquí adentro… y todos disfrazados!, recordó abrazando a Mary, que se había acurrucado a su lado mientras platicábamos.
Hubo incluso una época en que hacían fiestas todas las semanas: una, en la Ciudad de México; otra, en alguna ciudad cercana (Toluca, Puebla, Cuernavaca…). Dejaron de hacerlo debido al trabajo de Gus, quien se encarga de una clínica de medicina familiar en el Estado de México, a poco más de una hora de camino, al este de la capital.
Y aunque el grupo de asistentes habituales ha cambiado con el tiempo, mantienen la amistad con quienes los acompañaban al principio: “ya sabes, en la Navidad el mensajito, y todas esas cosas”. Es más, hasta se hicieron compadres: “ellos me hicieron favor de acompañar a mi hija a la primera comunión; ahora nosotros acompañamos a su hija a los quince años”.
“Mamá, los voy a regañar”, le dijo un día a Mary uno de sus hijos: “ya ví las fotos que dejó mi papá el otro día”. Gus había dejado huellas de su actividad en la computadora de la familia, y pudo haberlas descubierto su hermanita, que entonces tenía 9 años.
Ahora tienen más cuidado con sus archivos, y los dos hijos mayores hasta bromean con su forma de “jugar”. Gonzalo tiene actualmente 26 años, es radiotécnico y se encarga del cibercafé que acaba de abrir la familia; Luis Fernando tiene 22 y es profesor de tae kwon do.
Pero Gus me dijo que no cree que alguno de ellos se interese por participar en el ambiente: más bien, imagina que la heredera podría ser su hija, María Luisa, por “pícara”. Ella es la consentida, es muy amiguera, le gusta el español, y ha pasado en su momento por clases de natación, baile polinesio y tae kwon do. Tiene 11 años, va en quinto de primaria… y su mamá prefiere imaginar que no tendrá sexo antes de los 18.
Mary y sus hijos viven actualmente en una casa amarilla, en una ciudad de provincia como a una hora al sur de la Ciudad de México; y esperan que a mediados de año Gus pueda por fin irse a vivir con ellos.
Mientras, duerme todos los días (menos los viernes) en el hospital a su cargo, así que además de asistir a varias de sus fiestas, donde platiqué brevemente con ellos en pareja, tuve que conversar varias veces con cada uno de ellos por separado sobre su vida en un mundo donde no hay exclusividad sexual.
“Siempre es grato el conocer gente nueva, olores, sabores y humores distintos”, me confesó Gus; y también me habló de sensaciones de libertad y atrevimiento. Pero antes de que pudiera hacerle la siguiente pregunta, atajó con una explicación de “la esencia del ser o no ser swinger: lo que me hace sentir a gusto en este ambiente es el ver como Mary recibe y proporciona placer, el saber que atrae, que disfruta, que hace disfrutar… verla feliz: eso me hace, en realidad, sentir a gusto. Y te puedo asegurar que ella piensa igual”.
Tras hablar de lo mucho que se extrañaban, él me contó que tenían el pacto de que, al morir cualquiera de ellos, cremará al otro; y cuando el otro muera, los hijos se encargarán de hacerlo y luego disponer de las cenizas como quisieran: enterrarlas, tirarlas al mar o a la basura, pero de los dos juntos.
Sin saber lo que yo había hablado con su marido, Mary también habló de su actual espera. Y me contó que al principio sí llegó a sentirse celosa, debido al carácter amiguero de su marido y a las demandas de su carrera de médico. Pero ahora, por el contrario, se le acerca cuando está con otra, los acaricia motivándolo a que lo disfrute más, y piensa para sí: “¡ése es mi viejo!”