Acabo de ver premiado filme "El Cuarto Desnudo", tras escuchar a un crìtico cinematográfico indignado diciendo que no entendía còmo habìa sido posible que los padres "permitieran que sus niños fueran exhibidos de esta manera".
Pedí a uno de mis amigos -psiquiatra por cierto, que atiende a suicidas- que me acompañara a verla el fin de semana, suponiendo que la ideología proteccionista -al alza en diversos campos de la vida social- en cierto momento podría hacer que censuraran su exhibición.
Suponia que en el fondo de esa crìtica habia un deseo de no ver lo feo, de no enterarse de las cosas más dolorosas, de no mirar el lado oscuro y pretender que la infancia fuera siempre retratada en lo idílico... pero quería hacer un juicio real tras ver, de verdad, lo que el documental retrataba.
Así pues, llamè a mi amigo psiquiatra y fui a verla. Pocas veces he
visto salirse alguien de una pelicula: en "Salò" fueron dos personas,
en "Despertares" una; esta vez, fueron cinco o seis: casi la mitad de
los asistentes a la sala.
-No todo mundo tiene gut para aguantar esto… yo, porque lo veo todos
los días-, me decía mi amigo.
Y yo, porque quería saber. Ver por mì misma qué era eso tan
perturbador que ese crítico hubiera preferido no ver… como si al ocultarse
dejara de existir.
Como pasó con la parte oscura de mi propia infancia, tan
hermosa como terrible. Llena de creatividad, de inteligencia, de belleza y amor,
pero también de violencia. Una violencia incomprensible y desmesurada. Que se
escuchaba a través de las paredes y se veía en las huellas moradas que dejaba
en la piel… y ante la cual nadie hizo nada. Al menos ante mis ojos de niña. Porque se callaba. Porque nadie
quería verla, ni decirla. Como si al ocultarla, dejara de existir.
Se me hizo agua el tiempo, a pesar de que casi siempre la cámara
está en el mismo plano: viendo en close-up el rostro de la niña o del niño hablando... o callando mientras hablan la tía, el papá, la doctora.
Vaya historias las que se dejan conocer tras el relato que
hacen y escuchan esas miradas azoradas, tristísimas, escapantes… historias que
la mayoría, ciertamente, no quisiera ver.
Los casos de estos niños, pacientes de un hospital
psiquiátrico que hace un par de años la autoridad intentó cerrar –y que se mantuvo
en pie gracias a un movimiento social de los propios padres – más que deficiencias
neurobiológicas dejan ver la dificultad de lidiar con el desamor, con la
violencia, con
la frustración, con el dolor.
Cosas que la mayoría, ciertamente, preferiría no tener que ver.
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